Rómulo y Remo
Roma fue fundada, según la tradición, por dos hermanos gemelos,
Rómulo y Remo, que, acompañados de bandidos y vagabundos expulsados de sus
propias ciudades, decidieron fundar una nueva ciudad junto al Tíber. Sin
embargo, los dos hermanos no se ponían de acuerdo acerca del lugar en que
levantarían su ciudad. Remo prefería el promontorio del Aventino,
mientras que Rómulo se inclinaba por la colina del Palatino. Así
las cosas, decidieron dejar su disputa al arbitrio de los dioses y -apostados
cada uno en su colina-, se quedaron esperando una señal de lo alto.
La
mañana del 21 de
abril del año 753 a.C., Remo contemplaba el limpio cielo
primaveral desde la cima del Aventino cuando divisó seis enormes buitres sobre
su colina. Lleno de euforia, echó a correr hacia Rómulo, para anunciarle su
victoria. Sin embargo, en ese mismo instante, una bandada de doce pájaros
sobrevolaba el Palatino. Seguro de su victoria, y sin esperar la llegada de su
hermano, Rómulo cogió un arado y comenzó a cavar el pomerium, el foso circular que
fijaría el límite sagrado de la nueva ciudad, prometiendo dar muerte a quien
osara atravesarlo.
Pero
Remo, enojado por su derrota, lo cruzó desafiante de un salto. Obligado por el
juramento que acababa de pronunciar, Rómulo
dio muerte a su hermano, que fue el primero en pagar con su vida
la violación de la frontera sagrada de Roma.
Esta
leyenda encerraba para los romanos una halagüeña promesa: su
ciudad sería perfecta y jamás tendría fin, como el foso que rodeaba el
Palatino. Pero contenía también una oscura amenaza: la
sombra del fratricidio sobre la que estaba fundada planearía como una maldición
sobre Roma, en cuya historia abundaron los asesinatos y las Guerras Civiles.
El rapto de las sabinas
Para poblar la ciudad recién creada, Rómulo aceptó todo tipo de
prófugos, refugiados y desarraigados de las ciudades vecinas, de procedencia
latina. La colonia estaba formada íntegramente por varones, pero para construir
una ciudad se necesitaban también mujeres. Pusieron entonces sus ojos en las
hijas de los sabinos, que habitaban la vecina colina del Quirinal.
Para hacerse con ellas, los latinos organizaron una gran fiesta,
con carreras de carros y banquetes, y cuando los sabinos se encontraban
vencidos por los vapores del vino, raptaron a sus mujeres. Al regresar a sus
casas y descubrir el engaño, los sabinos declararon de inmediato la guerra a
los latinos.
La traición de Tarpeya
Antes de partir al campo de batalla, Rómulo encomendó la
custodia de la ciudad a la joven Tarpeya, pero ésta, enamorada en secreto del
rey de los sabinos, o anhelando una recompensa, prometió al monarca enemigo que
le mostraría una vía oculta que conducía al Capitolio (donde estaba la
fortaleza latina), a cambio de lo que él llevaba en el brazo izquierdo, en
alusión a un brazalete de oro del rey. En efecto, los sabinos alcanzaron la
ciudad gracias a las indicaciones de Tarpeya, pero en vez de entregarle su
pulsera, el rey sabino ordenó a sus hombres que aplastaran a la traidora con
sus escudos, que llevaban, precisamente, en el brazo izquierdo.
Otra versión de la leyenda cuenta que los romanos descubrieron
su traición, y que la arrojaron al vacío por un precipicio, que pasó a llamarse
la roca Tarpeya, inaugurando así la costumbre de castigar a los traidores a la
patria lanzándolos desde ese punto.
Intervención de las sabinas
La
ayuda de Tarpeya no evitó que sabinos y latinos se enfrentaran en el campo de
batalla. En un momento del combate, en una célebre escena, múltiples veces
representada en el arte, las sabinas se interpusieron entre los contendientes,
abrazándose al cuello de sus maridos y familiares, para suplicarles que
detuvieran la pelea. Pues si vencían los sabinos, ellas perderían a sus
maridos, y si vencían los latinos tendrían que llorar la muerte de padres y hermanos.
De modo que los contrincantes depusieron las armas y firmaron la paz.
Con
esta leyenda ilustraban los romanos que su ciudad había nacido de la unión de
dos pueblos: latinos y sabinos, a los
que pronto se sumó un tercer elemento: los etruscos, un pueblo
muy avanzado, que poblaba la actual Toscana y que poseía importantes intereses
comerciales en la región del Lacio.
Los primeros sucesores de Rómulo
Desde la fundación de la ciudad por Rómulo hasta el advenimiento
de la República (año 509 a.C.), Roma fue gobernada por siete reyes.
El piadoso Numa Pompilio
El primer sucesor de Rómulo fue Numa Pompilio, de origen
sabino. Hombre severo y piadoso, fue el fundador
de la religión romana. Numa Pompilio enseñó a los romanos la forma en la
que debían rendir culto a sus dioses, estableció el calendario sagrado e
instituyó las principales ceremonias religiosas, siguiendo las instrucciones
que –según decía- cada noche le dictaba una ninfa llegada desde el Olimpo.
Fue, además, un rey pacífico.
Durante todo su reinado el templo de Jano -que sólo se abría en tiempos de
guerra- permaneció cerrado, algo que sólo ocurriría otras dos veces en la
historia de Roma.
Tulio Hostilio, el guerrero
Por el contrario, el recuerdo de su sucesor, Tulio Hostilio, ha quedado
asociado al de un gran
guerrero, que organizó militarmente a los romanos y les enseñó a pelear.
Conquistó Alba Longa, la ciudad más importante del Lacio, mediante un duelo
singular entre Horacios y Curiacios, dos tríos de hermanos gemelos, que se
decantó a favor de los primeros y amplió considerablemente el territorio de
Roma.
Anco Marcio
Tulio Hostilio murió a
manos de Anco Marcio (nieto de Numa), que le sucedió en el
trono. Anco Marcio incorporó a Roma a los habitantes de
varias ciudades latinas y amplió los límites de la ciudad. Construyó el puerto
de Ostia e hizo que por vez primera Roma llegara al mar. Suyo es el primer
puente de madera sobre el Tíber y la primera cárcel, consecuencia inevitable del
crecimiento progresivo de la ciudad y con él, de sus problemas.
Los reyes etruscos
Un siglo después de su fundación, el primitivo núcleo de
pastores había ido creciendo hasta convertirse en una ciudad digna de tenerse
en cuenta. A los cuatro primeros reyes, originarios de Roma, les sucedieron
tres monarcas etruscos, de la poderosa familia de los Tarquinios. Por contraste
con sus rústicos predecesores latinos y sabinos, los reyes etruscos provenían
de una cultura mucho más avanzada, y mostraron a los romanos las ventajas del
comercio y la industria.
Tarquinio Prisco
El primero de ellos, Tarquinio
Prisco, culto e inteligente, se ganó la voluntad de los romanos mediante
dádivas y, dicen que fue el primero en dirigir un discurso al pueblo pidiéndole
su nombramiento. Para celebrar su triunfo y contentar a la plebe, organizó los
primeros juegos en el actual emplazamiento del Circo Máximo,
inaugurando una costumbre que no se interrumpió desde entonces.
Con el fin de reforzar su autoridad se hizo construir un
palacio, en el que se mostraba, ante nobles y plebeyos, rodeado de un fastuoso ceremonial.
Tarquinio Prisco convirtió
Roma en una auténtica ciudad, con calles bien trazadas y
barrios delimitados, cuyos desechos se arrojaban al Tíber a través de la Cloaca Máxima.
Servio Tulio
Su sucesor, Servio
Tulio, era de origen humilde, pues había nacido de una esclava. Sin
embargo, se educó en el palacio de Tarquinio
el Viejo y acabó casándose
con su hija. Fue un rey querido
y respetado, que llevó a cabo importantes obras en la ciudad. Cuando más
tarde los romanos llegaron a aborrecer la memoria de los reyes, guardaron
siempre el recuerdo de Servio
Tulio como un rey bienhechor.
Él construyó la primera muralla de Roma, llamada por ello muralla serviana, de la
cual asoman todavía aquí y allá abundantes vestigios. Y reorganizó
completamente el ordenamiento
político de la
ciudad, agrupando a sus ciudadanos no por su domicilio, sino en función de su
riqueza. De este modo, impulsó la industria y el comercio, al abrir la carrera
política a todos aquellos que, aún siendo de orígenes humildes, hubieran
conseguido enriquecerse por sus propios méritos.
Punto final de la monarquía
Tarquinio el Soberbio
El último de los reyes que tuvo Roma, Tarquinio el soberbio, encarnó
como ningún otro la figura del tirano oriental que tanto acabarían odiando los
romanos. Después de haber alcanzado el poder asesinando a su suegro (Servio Tulio), Tarquinio fue
el primer monarca que se rodeó de una guardia personal para protegerse.
Ansioso de gloria, llevó a cabo importantes campañas militares
en territorio etrusco, y también realizó obras de gran envergadura en la
ciudad, entre las que destaca la construcción del majestuoso Templo de Júpiter en la cima del Capitolio, que sería durante
siglos el más importante de Roma. A él se deben también el servicio personal
obligatorio en la milicia, y el reparto gratuito de trigo a la población,
llamadoannona.
Pero sus victorias y sus construcciones no disimulaban su
crueldad. Cansado de su despiadada arbitrariedad, el pueblo buscaba el modo de
desembarazarse de su tiranía. El desencadenante de su caída fue la muerte de la joven Lucrecia. Esta
honesta esposa había sido forzada por un hijo de Tarquinio, y tras confesar su
desgracia a su padre y su marido, se suicidó delante de ellos atravesándose el
corazón. La ciudadanía, encolerizada al enterarse del suceso, decidió expulsar
al rey y a toda su familia.
Corría el año 509 a.C. y comenzaba la República romana, que
gobernaría la ciudad durante cinco siglos.